Nunca fui una niña especialmente problemática. Al contrario, era la niña de los ojos de los profesores, el ejemplo puesto como la personificación de la obediencia en 4º de Primaria. Pero una vez acabé en el despacho de la directora. Ahí estaba yo, sentada en el sofá de la puerta mientras recibía miradas anonadadas de todo el que pasaba por allí. Tenía la sensación de que todos sabían lo que había hecho. Me miraba la palma de la mano derecha. Mentiría si dijera que no estaba arrepentida entonces. Pero ahora que veo la sociedad algo más de cerca que desde la ventana que daba al recreo, no me arrepiento en absoluto. Es más, estoy realmente orgullosa de esa niña que con diez años demostró a las veinte personas de su clase que no le afectaba lo que pensasen de ella. Que hubiera un profesor presente mientras ocurría es un daño menor.

Aún recuerdo la sensación. Recuerdo la expresión de sorpresa del otro niño después de mi bofetada. Recuerdo los ojos de todos y los susurros de “Pero, ¿qué le ha hecho” con sus respectivas respuestas de “Nada. Llamarla gorda.” Recuerdo las risas de sus amigos. Pero, lo que más recuerdo de ese día en la clase de 4º de Primaria es la liberación que sentí al decidir que ante todo no iba a dejar que me juzgaran ni me intentaran convencer de algo que sabía carecía de importancia. Sabía que estaba sana. Bailaba tres días a la semana y me encontraba perfectamente. Era una niña muy orgullosa y tenía más confianza en mí misma que la que quizá tengo en a adolescencia.

Me castigaron. Sí, me castigaron. Me dijeron que por mucho que me insultaran noi podía solucionarlo a bofetadas. Yo no lo veía así. Veía que ese niño que con el tiempo acabaría siendo mi amigo había considerado que gorda era algo que podía llamar a cualquier chica y, quien sabe, quizás él incluso pensara que era verdad. Pero si ese niño de diez años creía que podía “herir” mi orgullo ante el único círculo social que tenía, entonces, la yo de diez años creía justo corregirle. Esa bofetada no quería hacerle daño físico sino demostrarle que por muy “chico” que fuera no me iba a dejar.

Pasaron los años y ese momento cayó en el recuerdo. De vez en cuando se mencionaba el incidente como una anécdota más. Acabó en el mismo saco que el día en que Marcos se hizo daño jugando al rugby o cuando colamos sin querer el zapato de Laura en el tejado del vecino. Muy a mi pesar junto a la memoria del acto se quedó el recuerdo común de la visita de Ana al despacho.

Quizás por mi evidente cercanía al evento yo no olvidé su significado original. Concretamente seis años después ese recuerdo volvió a mi cabeza con más fuerza que nunca. Fue el día en que hospitalizaron a una de esas niñas que habían estado presentes, una de las que me había mirado y rumoreado al respecto. Pensé en como la anorexia había acabado con su razón y me arrepentí de nuevo. Sin embargo esta vez me arrepentí por motivos distintos. El primero era haber cumplido sin apenas rechistar el castigo por una acción que consideraba perfectamente moral. El segundo era no haber pegado a ese niño más fuerte.


Ana Fernández Blázquez 1ºZ

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